A muchos, y especialmente a los más jóvenes, el nombre de Jesús Castro no les dirá prácticamente nada. Sin embargo, su historia dice mucho, y desde aquí os vamos a intentar contar y acercar a aquellos tiempos donde el fútbol era fútbol, sin tanto aditivo ni colorante. Campos embarrados, «orsays», pocos rigores tácticos y equipos humildes que no se plegaban a la Ley Bosman y al Decreto 1006 para poder tutear a los equipos grandes.

 

 

Castro fue portero del Sporting de Gijón durante quince temporadas en el primer equipo, en la etapa más gloriosa de la historia del club asturiano, jugando 316 partidos oficiales y alcanzando un subcampeonato de Liga y dos de Copa del Rey. Debió colgar las botas en 1985 tras una lesión de espalda. A pesar de su gran andadura y desempeño, la sombra de su hermano mayor era muy alargada. Castro siempre fue “el hermano de Quini”, el mítico delantero 7 veces pichichi (5 en primera y 2 en segunda). Junto a él y los Ferrero, Mesa, Joaquín, Jiménez, Cundi, Redondo y demás jugadores que atraen la nostalgia al aficionado, Castro escribió desde la portería las páginas de oro del equipo rojiblanco.

 

Con un estilo clásico, de la vieja escuela, Jesús Castro no era un portero ágil, rápido o de paradas espectaculares que pudiesen enmarcar una fotografía para el recuerdo, se trataba de un arquero con una exquisita colocación, sobriedad y seguridad en la toma de decisiones.

 

Sin embargo la figura de Castro siempre se ha visto eclipsada a lo largo del tiempo por diferentes factores. En primera instancia por los ya mencionados compañeros de generación que destacaban sobremanera en el panorama futbolístico del país, muchos de ellos alcanzando la internacionalidad y con su hermano mayor como estandarte goleador de ese grupo. El portero no era más que una pieza de ese engranaje que funcionaba tan bien durante años.

 

Y en segunda instancia Castro también se verá oscurecido por la figura emergente de un portero posterior a su generación que se convertiría en el transcurso del tiempo en el mejor cancerbero de la historia del club: Juan Carlos Ablanedo.

 

Tras su retirada, Jesús se alejó definitivamente del mundo del fútbol y se dedicó a negocios particulares hasta que se topó enfrente con su destino. Un 26 de julio de 1993, dos niños ingleses quisieron poner a prueba a los asistentes en la playa cántabra de Amió. Ignorando las indicaciones de las banderas y las condiciones adversas del mar Cantábrico, se adentraron en el agua  para tomar un plácido baño que acabaría en tragedia. Castro tuvo que tomar una decisión ante el escenario que se presentaba frente a sus ojos, adoptar la postura del espectador o la del actor principal que no se para a sopesar los riesgos que entrañaba una incursión en el mar en aquel momento. El sportinguista no se lo pensó dos veces, como aquel portero que desconoce la indecisión ante un balón dividido frente a un delantero que se lanza al suelo para intentar con sus tacos llegar a tocar el esférico, aún a riesgo de encontrar al rival en el camino e impactar de lleno contra cualquier parte de su anatomía. Castro obvió las consecuencias de su decisión, despreció su futuro, se olvidó de su mujer y de sus tres hijos para que dos niños ingleses que ignoraban el peligro tuviesen precisamente ese futuro al que él renunciaba con su acto. Los niños lograron alcanzar la orilla, pero el portero asturiano exhausto tras la pelea con la naturaleza, como si de un partido interminable se tratara, no pudo vencer y esquivar el destino macabro que una playa y un día soleado de verano le tenía preparado.

 

Un acto valiente con un precio muy alto que pagar, el más alto sin lugar a dudas. Son precisamente esos actos los que diferencian a los hombres con mayúsculas, de los niños, el futbolista que da muestras de comportamientos impropios de la mayoría de seres humanos, del egoísmo intrínseco que todos llevamos dentro que nos evita despojarnos de nuestro bien más valioso y preciado: la vida.