Placer-dolor, amor-odio, pasión-frustración. Tal vez los sentimientos sean algunos de los aspectos de la vida más complejos de definir. En este sentido, el fútbol mueve sentimientos. Lo hace de forma activa, continua, irracional a veces y sobre todo de manera subconsciente. Desde pequeñito empiezas a forjar tu personalidad, tus gustos, tus temores y también tus colores… Entonces te paras a pensar, ¿por qué soy del Real Madrid?
Sinceramente no me vale aquello de que ‘’lo fácil es ser del Madrid’’. Mentira. Yo forjé mi madridismo en época de vacas flacas, la de perder en Las Gaunas o en casa contra el Zaragoza y de ver la Copa de Europa como algo lejano, imposible. Pero por algo que está muy adentro, te sientes atraído por un equipo, te identificas con un esfuerzo y con toda una tradición de valores. Podrías haber sido de cualquier club y sin embargo das la vida por los vikingos.
Tal vez la suerte de vivir en Madrid te pone en bandeja ser merengue. El hecho es que empiezas a ir al campo con tu padre, a vivir esa atmósfera mágica del Bernabéu y a agradecer el esfuerzo a esos jugadores que lo dan todo por ti. El lunes llegas a clase sonriente si has ganado pero cabizbajo y preparado para recibir un rapapolvo de tus compañeros si has perdido. Aunque pase lo que pase, defiendes a los tuyos y estás orgulloso de ellos.
Madridista es respetar al contrario, es dignidad, es orgullo, es esfuerzo, superación y compañerismo. Ser madridista es emocionarse con el gol de Mijatovic, es que se salten las lágrimas viendo a Juanito abandonar el Bernabéu en la remontada ante el Anderlecht. Es que se te ponga la miel de gallina recordando a Raúl –el adalid de todos esos valores–. Madridismo es estar al lado de quien lo necesita. Es la victoria pero sobre todo es la derrota. Y saber levantarse para emprender de nuevo el camino y volver a ganar. Eso es el Madrid, la infinita historia del que busca lo imposible y lo consigue.