El miércoles en Stamford Bridge el Chelsea vivió una especie de deja vu. Al más puro estilo del curso pasado, cuando era incapaz de matar los partidos. Se confió y en medio del vendaval de confianza pasaba por ahí un tal Huntelaar que empató el encuentro para los alemanes. Mourinho no sabía si reir o llorar.
Lo bueno para el equipo de Londres es que la maquinaria parece tener cuerda para rato. Cesc Fábregas no solo se dedica a repartir asistencias incluso a la fisio del Chelsea, sino que también marca goles. Abrió la lata para los blues.
Diego Costa tuvo que salir cuando estaban chapando, acompañado de Remy. Drogba se pasó todo el partido fallando goles, como si le diera miedo meter uno y que todo Stamford Bridge se pusiera a aplaudir hasta romperse las manos. Lo bueno para el equipo de Londres es que la maquinaria tiene que jugar otros dos partidos con unos equipos a priori muy inferiores. El empate no es bueno, pero tampoco una tragedia.
La Champions regresaba a Anfield. O el Liverpool regresaba a la Champions, que para el caso es lo mismo. Gerrard y Skrtel son los dos únicos supervivientes de la última aventura en la máxima competición europea de los reds.
Quisieron las bolas que el primer rival del esperado regreso fuese el Ludogorets búlgaro, que se marcó un Aston Villa y estuvo cerca de joder la fiesta. Afortunadamente, la locura del partido se fue contagiando de uno a otro contrincante sin dejar algo de margen a la calma.
El Liverpool estuvo fallón, descolocado y todavía le falta un punto. El Ludogorets estuvo ordenado, trabajador y a un nivel muy alto. Cuando el Liverpool arreó, el Ludogorets se cayó en tromba. Gol de Super Mario. Cuando al Liverpool le dio por finalizar el partido antes de tiempo, empataron los búlgaros. Y cuando todo estaba finiquitado y el empate parecía lo más justo, al Ludogorets se le fue la pinza y cometió un penalti en el descuento.