Desgraciadamente, no tengo muchos recuerdos de haber ido con mi padre al fútbol. Mi padre era aficionado más de televisión de campo, entre otras cosas, porque odiaba las multitudes. Era de Ferrol y “sólo” tenía dos equipos: el Racing de Ferrol y el Real Madrid; ni siquiera, siendo gallego, el gran Deportivo de La Coruña de la década de los ’90 y principios de los 2000 llamaba su atención.
Nunca se me olvidará una noche de Champions, última jornada de la fase de grupos, el Deportivo de la Coruña jugándosela contra la Juventus y el Real Madrid jugando contra un “cualquiera” con su clasificación cerrada: mi padre, gallego de pro, viendo al Real Madrid y yo, atlético a muerte, muriéndome con el Deportivo de La Coruña.
Si hablamos de asistencia a campos de fútbol, sólo recuerdo haber ido con él a ver en Madrid. Atleti en el Calderón (me costó la misma vida convencerle para ir) y, cierto es, varias veces a ver al Racing de Ferrol, tanto al antiguo campo Manuel Rivera (conocido, popularmente, como del Inferniño), donde hoy se asientan un centro comercial y un enorme parque infantil, como al actual de A Malata, situado cerca del puerto ferrolano.
Celebración del ascenso a segunda división del Racing de Ferrol en la temporada 1999/2000, ya en el nuevo campo de A Malata (Foto: racingclubferrol.net)
En esta semana del día del Padre, quisiera poner de manifiesto, por una parte, que me hubiera que mi padre hubiera sido más aficionado al fútbol “en el campo”, como lo soy yo (ver el terreno de juego completo, y no sólo la porción que te muestra la televisión y vivir el ambiente de un estadio abarrotado no tiene precio) y, por otra, que mi hijo, a punto de cumplir 4 años, heredase la pasión por el fútbol de su padre.
A mí, al Calderón, me llevó mi tío, también atlético a muerte. Recuerdo que el primer partido que vi en directo en el Calderón fue un amistoso contra el Toledo. Debía ser el año 1975 o 1976, ganó el Atlético por 5 a 0 y jugaban unos tales Luiz Pererira, Ayala, Rubén Cano… Allí empezó a inocularse en mí ese veneno atlético que todavía hoy perdura y que, incluso, puede que vaya a más. El pasado martes, viendo en casa la tanda de penalties contra el Leverkusen, no podía ni mirar la tele, me sentaba, me levantaba, resoplaba… Me preguntó mi mujer: “¿No me digas que estás nervioso? Si todavía son octavos…”. Nervioso, no; lo siguiente.
Y ese veneno atlético y esa pasión por ir al fútbol cada domingo es lo que me gustaría que mi hijo heredase. Y que, cuando se un poco más mayor, pudiésemos ir los dos cada domingo al Calderón. O a La Peineta.
Vivir con mi hijo esas experiencias que no pude vivir con mi padre. Dicen que no se puede echar de menos lo que nunca se ha tenido. Será uno muy raro pero hubiera sido maravilloso vivirlo.
Y no quiero que mi hijo, un día, eche eso de menos.
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