Han seguido trayectorias bastante parecidas desde que aterrizaron en el Calderón.
 
Uno, el jugador, llegó en el verano de 2011 a un equipo irregular, mediocre y sin rumbo fijo. Venía de ser la gran estrella del Galatasaray, el jugador más conocido del fútbol turco, un ídolo de masas en su país. Pero su fichaje por el Atlético se tomó con mucho recelo entre la afición rojiblanca: el primero, quien escribe estas líneas. Un jugador tímido, especial, introvertido y que, aún a día de hoy, ¿alguien le ha escuchado hablar una palabra en castellano? Un jugador de clase descomunal, sin ninguna duda, pero ¿encajaría fuera de su entorno y daría las prestaciones que daba en su Turquía natal?
 
El otro, el entrenador, ya conocía el Calderón de su época de jugador. Y dejó un recuerdo imborrable: su capacidad de sacrificio y demostrado amor a los colores rojiblancos le hicieron un ídolo.  Llegó, esta vez como entrenador, en la Navidad 2011/12, como último asidero para una directiva señalada como culpable de la mala  gestión de un equipo que se hundía: más cerca del descenso que de los puestos que daban acceso a Europa y eliminado de la Copa del Rey por un equipo de 2ªB, el Albacete.
 
A partir de ahí, sus carreras han ido creciendo en paralelo en el Manzanares. El entrenador, recién renovado hasta 2020, es la piedra angular sobre la que se sustenta este magnífico equipo que hoy es el Atlético de Madrid. Un equipo respetado, y hasta temido, por los más grandes de Europa. Algo impensable hace pocos años. La devoción entre la afición por el entrenador llega a tal punto que te consideran un sacrílego si criticas algunas de sus decisiones. Es un maestro, es el faro que está guiando al Atlético al sitio que nuca debió perder, pero puede equivocarse. Es humano.
 
 
El jugador ha ido creciendo hasta convertirse en otro ídolo, dentro y fuera del campo. No es (sólo) su forma de jugar. Es su forma de ser. Dentro del campo, sabe perfectamente lo que hacer con la pelota. Siempre. Como dice el gran Michael Robinson, “cuando tengas problemas, dásela a Arda Turan”. Él sabrá lo que hacer con ella: ya sea pasar, encarar al rival o, simplemente, esconderla para que “no pase nada”.
 
Y fuera del campo… Fuera es otro ídolo, si cabe, aún más grande. Ya he escrito en esta misma web que frases del estilo de “El Atlético es un club con un sentimiento muy fuerte de pertenencia y yo siento que pertenezco a este equipo” le han hecho un ídolo en el Calderón. El turco ha encontrado “su sitio” a orillas del Manzanares.

 

Son Diego Simeone y Arda Turan. Son el cholimo y el ardaturanismo. Son las dos religiones que hoy profesa el Calderón. Y ojalá sea por muchos años. El Atlético lo agradecerá.