Existen momentos, en su mayoría efímeros, que no soportan comparación alguna. Son únicos no tanto por su dimensión, sino por las sensaciones que logran despertar. La conquista de la Champions por el Real Madrid, hace ya 25 años, fue sin duda uno de ellos. Ningún aficionado en su sano juicio iguala La Séptima con otra victoria. Incluso la sitúa en el pedestal de las remontadas europeas. Y eso, en Chamartín, es palabra de Dios.
El 11 de mayo de 1966 el Real Madrid ganó en Bruselas su sexta Copa de Europa ante el Partizán. Aquel equipo, completamente español y sin Di Stéfano, realizó una gesta desconocida para muchos, con el estigma del blanco y negro para casi todos. Durante 32 años se intentó volver a casa, la cima de Europa. Pero ni Los García en 1981 (1-0 ante el Liverpool), ni La Quinta del Buitre con el trauma de las semifinales lo lograron. Y ya saben lo que sucede con el amor enquistado, que se convierte en una obsesión.
Los noventa tampoco pintaban demasiado prometedores para los blancos. Hasta la temporada 97-98, habían ganado una Copa del Rey (1993) y dos Ligas (94-95 y 96-97), mientras que el Barça sumaba las cuatro Ligas de Cruyff (90-94), una Champions (1992) y dos Copas (90 y 97). El espejo hacía daño.
Pero llegó Lorenzo Sanz y los cañones volvieron a apuntar hacia Europa. El equipo que heredó Jupp Heynckes estaba construido sobre una base sólida (Hierro, Sanchís, Redondo, Raúl), los aciertos del año anterior (Roberto Carlos, Seedorf, Mijatovic, Suker) y unos complementos útiles (Morientes, Savio, Karembeu). Es cierto que era un Real Madrid bipolar, inestable en la Liga, donde terminó cuarto a 11 puntos del Barça, pero extrañamente fiable en la Champions. Ahí avanzó partido a partido, eliminatoria tras eliminatoria, como el funambulista sortea los peligros de la cuerda mientras el madridismo, expectante, alimentaba su ilusión con cada paso.
Aquella temporada se cumplían dos décadas de la injusticia futbolística de la eliminación del Madrid de Butragueño por el PSV. Para los que creen en el karma y el destino, el primer paso estaba dado. Además, fue el último año en el que al torneo sólo accedieron los campeones de cada país, por lo que se terminaba el romanticismo de una competición pura que se inició con la victoria del Madrid. ¿Quién mejor para cerrar esta etapa?
Como la nostalgia se alimenta de recuerdos, hagamos memoria. La primera fase se sucedió sin excesivos sobresaltos. Rosenborg, Oporto y Olimpiakos no infundieron demasiado miedo y el Madrid fue primero de grupo, aunque se vio obligado a ganar el último partido de la liguilla para certificarlo. En los cuartos, primera ración de alemanes (Bayer Leverkusen), otrora ogros imbatibles en Europa para los blancos. En la ida comenzaron adelantándose, pero Karembeu, con un punterazo con tan mala uva como fe, disipó los fantasmas que salían de su guarida. La vuelta fue el primer golpe en la mesa: 3-0. Permiso para soñar.
Las semifinales ante el vigente campeón, el Borussia Dortmund, tuvieron de todo: esperpento, canguelo, tesón y victoria. Fue la famosa noche de la caída de la portería del fondo sur, solventado por el ingenio de los trabajadores del club y la prudencia del árbitro. El 2-0 del Bernabéu fue amarrado con un empate sin goles en Dortmund.
El Madrid estaba en la final, pero para nada era favorito. La Juventus, que venía de ser campeona y finalista en las dos campañas anteriores, era sobre el papel, el aire y cualquier formato que se les ocurra, el rey de las apuestas. El conjunto de Lippi daba miedo. El peligro de llegar para despeñarte estaba muy presente. Recuerdo sentir la misma presión que los jugadores del Madrid en la formación ante el himno de la Champions. Peruzzi, Deschamps, Zidane, Del Piero… la seguridad de sus rostros me provocó un justificado escalofrío. Las imágenes no matan, pero desmoralizan.
Hay algo que no se compra ni se fabrica, el ADN, y el Madrid lo sacó cuando debía. Heynckes, en el que sabía era su último servicio, también puso de su parte. Consciente de la volatilidad de Seedorf en el centro del campo, intercambió su posición con la de Karembeu, más bregador y constante en el esfuerzo. Illgner estuvo inmenso, Hierro hizo el encuentro de la temporada, Redondo fue Redondo, Raúl se puso el mono de trabajo y Mijatovic… simplemente entró en la historia. El montenegrino, que jugó por una argucia (escondió al entrenador y sus compañeros una contractura en la víspera entrenando con las medias subidas) no había anotado ningún gol en toda la competición. Pero Fernando Sanz le dijo que aquello iba a cambiar porque había tenido “la revelación” de que el Madrid ganaría con un gol suyo. Y quién era Mijatovic para contradecir al hijo del presidente…
El caso es que antes del minuto 93, ante el que todo aficionado blanco esboza una sonrisa con su sola mención, existió un número mágico: el 66. En ese momento del partido de un miércoles 20 de mayo de 1998, la vida cambió para el club y para todo el madridismo. El balón, que nace en Panucci, no tenía que llegar a Roberto Carlos. Y mucho menos a Mijatovic, que rescató un rechace perdido para convertirlo en una sacudida de corazón inolvidable. Ya estaba ahí. Tan desconocida y a la vez tan deseada. La Copa de Europa. Fue una primera vez, con todo lo que ello implica. Al terminar el partido, Sanchís llamó a todos sus compañeros de La Quinta. Al fin, lo habían conseguido. Y el madridismo respiró.