Jamie Vardy se crio amando al Sheffield Wednesday, idolatrando a David Hirst, acudiendo a Hillsborough con su padre desde los cinco años y con el corazón roto cuando, a los 15, le dijeron que era demasiado bajito para jugar en ese equipo que él tanto amaba. Creció en Sheffield, a pocas calles del estadio, y se pasó su infancia colándose en el estadio con sus amigos para emular a sus ídolos (hasta que les echaba la seguridad) y rompiendo los cristales de las ventanas de su vecina de edificio y de su colegio a balonazos y pedradas.
Jamie Vardy era un prodigio en los deportes. Campeón de su escuela en 100, 200 y 1500 metros, aprendió a boxear siendo un niño. Pero tenía un problema. Era demasiado bajito con respecto a los chicos de su edad. Y por eso, con 15 años, le echaron del club de su vida. Quedó devastado. Se unió entonces a la academia del Stocksbridge Park Steels, un club, también de Sheffield, del que nunca había oído hablar y en el que tenía que pagar cada semana por jugar. Lo hacían incluso los jugadores del primer equipo, que estaba en la octava división del fútbol inglés.
Jamie Vardy progresó en las diferentes categorías del club, mientras alternaba noches en pubs, bebiendo cerveza, jugando a los dardos e ingresando en una pequeña liga local de billar. Y, dice no saber cómo, se sacó un grado en un colegio al que dejó de ir a mitad de curso. Como no ganaba dinero de manera regular porque aún jugaba en el equipo reserva del Stocksbridge, empezó a trabajar como camarero en otro local. También jugaba con un nombre falso en las ligas de barrio (porque no podía estar registrado en dos equipos a la vez). Ya tenía 19 años.
Meses después, con 20, empezó a trabajar en una fábrica de prótesis. Trabajaba de 7:30 de la mañana a 4 de la tarde de lunes a viernes, y tenía que salir corriendo para llegar al entrenamiento del Stocksbridge. Allí pasó casi 5 años de su vida haciendo férulas de carbono. Por fin, empezó a contar para el primer equipo. Le pagaban 30 libras semanales. “Me sentí en la cima de la pirámide. Era mayor de edad, tenía un Renault Clio propio, jugaba para un equipo de octava división y trabajaba en una fábrica. Para mí, era el cielo”. Pero todo se torció.
Una pelea nocturna en las afueras de un pub, 2 contra 2, acabó con él en los calabozos. Tuvo que llevar una tobillera de localización durante meses, 2 años de supervisión y 280 horas de servicios comunitarios. “Realmente no sé por qué no te envío a prisión”, le dijo el juez. Tenía que estar a las 6 de la tarde en casa. “Si era un minuto más tarde, llamaban y se presentaba la policía”. Esto supuso problemas a la hora de entrenar y jugar. “A veces, solo podía jugar la primera parte y me tenía que ir corriendo”. Los partidos visitantes eran imposibles.
Cuando cumplió sentencia de 6 meses en casa y volvió a salir a pubs, se dio cuenta que estaba un poco asalvajado. Las peleas se sucedían allí donde él estaba (él trataba de evitarlas por miedo a ir preso). Intentó alistarse en el ejército buscando disciplina, pero le rechazaron.
Su historial de antecedentes le impedía progresar laboralmente. Sentía pánico cada vez que veía a la policía presentarse en el local donde se había originado una pelea. Una vez, le reventaron un vaso de cristal en la cara y pensó que sería su final. Que iba a prisión. Llegó 2011, cumplió 24 años y firmó por el Halifax Town, de sexta división. “Es tu hora. Hazlo bien y un día jugarás para Inglaterra”, le dijo un agente de jugadores profesionales que se fijó en él y le llevó la carrera. “Me reí. Pensé que estaba loco”, afirma Vardy. Jamie Vardy no se lo creía. Tenía 24 años. Era imposible convertirse en profesional. Le habían echado del Sheffield con 15 y había sido rechazado dos años antes tras una prueba con el Crewe Alexandra, que estaba en League One (3ª División). Pero su agente, John Morris, tenía razón.