Imaginen un contrato de un futbolista actual que le otorga al presidente de su club el poder de decisión sobre a qué equipo se marchará. Figúrense al jugador en cuestión cogiendo su propio coche para poner rumbo a las oficinas de un equipo sin las más remotas probabilidades reales de ficharlo. Terminen visionando al protagonista en un notario con el responsable de seguridad del club de destino para certificar que él había estado ahí. Todo esto podría ser una comedia de enredo si no se tratara de Joaquín, Lopera y el Albacete.
Corría el verano de 2006 cuando la estrella del Betis, después de cinco años en Sevilla, quiso dar un salto de calidad. Aquella temporada fue un chasco. Los verdiblancos bailaron con el descenso después de haber ganado la Copa y alcanzado los puestos de Champions el año anterior. Finalizaron en el puesto 14, a sólo tres puntos por encima del descenso (bajaron Alavés, Cádiz y Málaga).
Entonces Joaquín dejó de hacerse el sordo y de marear a los equipos que le pretendían y, por primera vez, estuvo dispuesto a marcharse. Pero no contaba con un elemento importante en la ecuación, su presidente, don Manuel Ruiz de Lopera.
El bético era un superviviente de los noventa, la década prodigiosa de los mandatarios sui generis. Años en los que el histrionismo se hizo protagonista en equipos como el Betis, el Atlético de Madrid, el Compostela o el Rayo Vallecano. Hablamos de figuras como Jesús Gil, José María Caneda o la familia Ruiz Mateos. Gracias a la conversión de los clubes en SAD, vieron el púlpito que el fútbol ofrecía como un escaparate perfecto para desarrollar sus intereses y personalidades. Unos con la pasión desenfrenada como bandera, otros con la política como trasfondo, manejaron a los clubes a su antojo con unas actuaciones que hoy serían de todo inaceptables. Ellos eran el club y, a su lado, Julio César hubiera sido un aprendiz.
Lopera y Joaquín, ambos fenómenos sociales, ya habían protagonizado alguna que otra anécdota antes de lo de Albacete. Como, por ejemplo, la fiesta de Benjamín. Era el año 2001 cuando un evento en casa del jugador se fue, digamos, un poquito de las manos. Entonces, a Lopera, que tenía Sevilla trufada de espías, no se le ocurrió mejor idea que presentarse en casa del jugador para terror de los allí presentes, que llegaron incluso a esconderse detrás de las cortinas. Un esperpento.
Pero todo explotó en el citado verano de la salida de Joaquín. El Valencia, que había quedado tercero esa campaña, realizó una jugosa oferta, 25 millones de euros, y llegó a un acuerdo con el jugador por los siguientes seis años. Todo en orden… o no. Lopera, enfadado por perder a su mayor activo, se sacó de la manga la cláusula que le permitía decidir el destino de Joaquín y señaló al Albacete, de Segunda División. Si el de el Puerto de Santamaría no se presentaba en 24 horas en la ciudad manchega, tendría que pagar una multa de 3 millones.
Sorprendido y resignado, el futbolista cogió su propio coche y se presentó en las oficinas del Albacete, donde sólo estaba presente un agente de seguridad privada. Así que Joaquín, con el objeto de que don Manuel no dudara (todavía no existía Instagram) se lo llevó a una notaría para dar fe de su viaje a ninguna parte.
Pasado el trámite, que Joaquín siempre recuerda con sorna, terminó fichando por el club valenciano, donde militó durante cinco temporadas. Luego recaló en el Málaga y la Fiorentina, antes de volver de nuevo a casa en el año 15-16.
Joaquín se retirará al finalizar la presente campaña. Su magia, estilo y personalidad serán imborrables. Tanto como su no fichaje por el Albacete.