Ahí están los dos, encontrándose en un abrazo cómplice, de agradecimiento mutuo, de sinceridad eterna y hermandad reciente.
Unidos en rojo, con la escenografía de la majestuosidad de ese teatro, con esa alfombra mágica de color verde y el porte eufórico anglosajón. Son el cimiento de una montonera propia que festeja. Y el reproche, la frustración de los ajenos.
Y pienso…Uno llegado de la lejanía. Nacido en ese barrio de edificios eternos, donde los que salen a silenciar sus necesidades tienen que esquivar la violencia cotidiana.
Ese lugar creado por un arquitecto de pesadillas. Donde el maquiavélico casino del destino, te apostaba sus mejores fichas a una muerte absurda y prematura o a una cruel adicción.
Un vecindario en que la palabra privaciones era una bendición, porque significaba que todavía estabas consciente para poder pelearla.
El otro se sentía, casi local. Pero como la privación y la marginalidad, no conocen de idioma. También, la necesidad lo invitó a jugar su juego siniestro.
Se crió en la misma ciudad donde el talento y la magia de un puñado de músicos revolucionaron el mundo. No sé si la banda de sonido de su niñez fue esa, porque en realidad en ese humilde barrio no llegaban las luces del centro y sí las velas de la súplica. Entre desempleo y boxeo fue creciendo. Como una presa fácil para la feroz bestia de las tentaciones y más cerca del fracaso congénito, que de un porvenir placentero.
Ahí están abrazados en gol. Ni las barreras de la identidad o las trampas de la similitud, pueden con esta sociedad que armó el balón.
Cómo no recordar que antepasados inmediatos se enfrentaron en una guerra. Liderada por un dictador hijo de puta, que destruyó la vida de miles de adolescentes y una bruja malvada con corazón de hierro, abanderada del prepotente imperialismo.
Me pregunto: si esos dos niños habrán tenido arrullos de cuna, quitapenas de madre o la necesidad de las urgencias
aplastaban siempre la inocencia de la crianza, y cómo será vivir con esas marcas de una quemadura imborrable o de un boxeador prematuro. Esas cicatrices que ambos llevan, como la marca del ganado que huye a la libertad del campo, para no terminar en un trágico matadero.
Los dos saben de privaciones pasadas y por eso juegan como se criaron, sabiendo de cuentos apócrifos y sueños de pelota que ni la angustia marginal les pudo hurtar.
A la hora del pitazo inicial son los abanderados del sacrificio y la solidaridad. Esto no lo negocian, porque la sabiduría de la calle, se los enseñó crudamente.
¿Cuál habrá sido el momento en que la vida, vestida de Quijote, enfrentó a ese perverso destino?
Hubo, un momento, un instante milagroso en que algo empezó a cambiar y que los llevó, a cada uno de ellos por distintos caminos, a cruzarse con la sinfonía de algo mejor.
Y no olvido que hoy están más cerca de un sommelier de grandes marcas del capitalismo que de roedores de monedas. Pero ellos juegan con la valentía de aquella infancia.
Seguramente…, con una mirada injusta, rescato verlos juntos en un abrazo rojo. Claro, que en este equipo había más estrellas, inclusive alguna que brillaba más que estos dos. Porque es obscenamente natural que cuando la opulencia te invita a su banquete, puedas elegir por calidad, por nacionalidad o por lo que se te plazca. Pero el hincha muchas veces idolatra al protagonista por esa rara mezcla de genialidad futbolera con piedad a un pasado cruel. Nos vemos reflejados, admiradores de una historia que tiene mucho de la vida propia, aunque la miremos como una ficción de Roberto Benigni.
Por esto, en cuestiones de gustos y pasiones futboleros, somos autoritarios y antojadizos. Creamos nuestro propio universo de héroes y villanos. Aterciopelamos la crítica o somos meticulosos detractores, según corra la marea.
Y como yo soy un hincha genuino con esas miserias y virtudes… Apelo a mi parte más subjetiva y sentencio que para
enfrentar el clásico de la vida, contra el club de las privaciones hostiles… a mí dame a esos dos, yo me refuerzo con Tévez y Rooney.
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